Distinto Di-Al

Distinto Di-Al

viernes, 8 de junio de 2007

107.7




Avanzó. Izquierda. Izquierda. Derecha. Otra vez izquierda. Terminó de rodear un señor muy corpulento y dio tres pasos largos, porque tenía espacio por delante.
Era su juego. Su juego personal que nadie más sabía. Lo comenzaba al llegar a la boca de metro todas las mañanas. Consistía en intentar llegar al vagón que le llevaría hasta su trabajo, sin tocar a nadie. Así de simple. Y así de complicado. Le encantaba. Tenía una tensión extraña que le activaba todas las mañanas. Simplemente era eso: no tocar a nadie. El juego empezaba nada más entrar, y acababa en el vagón del metro. No podía tocar a nadie bajo ninguna circunstancia. Si le tocaban por casualidad, cualquier caminante…el juego acababa y seguía con normalidad. Ahí estaba la tensión en sí. Que no se daba una segunda oportunidad, si le tocaban, se acababa en juego. Por eso le gustaba. Una sola oportunidad.

No era fácil. La gente tiende instintivamente a salvaguardar su espacio vital, aunque vayan medio dormidos, y siempre tienes un pequeño espacio para maniobrar. Alberto lo hacía sin que se notase, moviéndose con agilidad pero de una manera grácil, sin que pareciera que estába loco. Se movía un poco más rápido que los demás en los momentos precisos para sortear a la gente o pasar a un espacio un poco más despejado.
Lo que ocurre es que el metro era otra historia. La gente se apelotonaba constantemente en todas partes: frente a las escaleras mecánicas, al abrirse la puertas (“dejen salir, para poder entrar…”), al querer sacar el billete, al llegar a una esquina, al darse cuenta que van en dirección contraria a su trasbordo…

Y el juego era todo un reto, que le despertaba y ponía sus sentidos alerta…como ahora mismo, que se deslizaba escaleras abajo esquivando a una chica con una bolsa de Zara en el brazo, y se apartaba del paso de un tipo con una maleta verde enorme que casi le da en la rodilla y se colocaba detrás de una anciana.
No le gustaban las ancianas. Lo bueno era que iban bastante despacio, pero se paraban de repente sin ninguna razón, y podían dar al traste con todo el trabajo de la entrada y las escaleras.
Rodeó a la anciana con un grácil movimiento digno, por lo menos, de un diploma olímpico, y llegó al andén, que no estaba muy poblado, cosa extraña en Nuevos Ministerios a una hora tan temprana. Se dirigía al final del andén cuando el tren le adelantó y se paró en la vía. Alberto dejó salir a los que querían bajarse, que lo hicieron atropelladamente y rápido, y de un salto entró por la puerta del final del vagón.

Lo había conseguido
Una media sonrisa se dibujó en su rostro. Le encantaba que le saliera bien. Pensó que no se había cruzado con mucha gente, pero aún así, para él, tenía bastante mérito…no era una tarea sencilla. Además, el hombre de la maleta verde había estado a punto de darle en la rodilla y había tenido que hacer un movimiento bastante rápido para conseguir evitar el contacto.
Así que se apoyó en la pared del vagón y disfrutó unos segundos del dulce sabor de la victoria…y observó a su alrededor.

Era su perdición: observar a la gente que viajaba con él en el metro.

Primero se fijaba en las caras. En si iban muy dormidos, si se habían afeitado, o si las mujeres iban muy maquilladas o no, y le gustaba calcular cuánto tiempo habían estado delante del espejo a las siete y media de la mañana para llegar pintadas como una puerta a su trabajo a las nueve en punto de la mañana, muy divinas ellas.
Observaba las miradas perdidas, las de la gente que parecía aburrida o tremendamente triste, y seguía su recorrido para ver donde se perdían. También le encantaba mirar como la gente se mira entre si, justo en el momento en el que la otra persona aparta la mirada un segundo o busca algo en el bolso. Son miradas de curiosidad, de anhelo, rápidas y escrutadoras, con las que nos hacemos la idea aproximada de quién es la persona que va sentada delante de nosotros. La gente se basa en la ropa, el corte de pelo, los colgantes o el libro que su observado lee. Supone y juzga, inventa e imagina…y todo ello sin fundamento. Basándose en lo más falso que existe: las apariencias.
Y a Alberto le encantaba eso. Cazar esas miradas escrutadoras y ver a la gente observar. E inventarse y suponer…
Le encantaba. Y durante el análisis de su alrededor, siempre acababa en la parte que más le parecía que describía a una persona…los zapatos que llevaba.
Alberto, que era un gran observador, pensaba que se podía saber mucho sobre las personas observando cómo se mueven, cómo te miran y cómo se expresan a través de los gestos y los ticks, pero si algo hablaba de una persona….eran los zapatos.
Para Alberto, el tipo de calzado que llevaba una persona la definía muchísimo.
Los pies son una zona donde están todas las terminaciones nerviosas del cuerpo, osea, que es un resumen de nuestro interior. Y son la zona del cuerpo desde la que nos erguimos de pie ante el mundo. Nos permiten andar despacio o con decisión. Y son una zona sexy y sensible. Estéticamente, si no se viste los pies de una forma adecuada, tu look puede ser un desastre, llevando unas zapatillas de un color que no combine con ninguno de los que llevas en el resto de la ropa, o te permite darle un toque de gracia a lo que llevas puesto, y utilizar los pies para eso…es algo significativo.
Se fijaba en el color, en si iba acorde con el resto de la ropa, en si parecían cómodos o en si podían haberle costado bastante dinero a su portador. De un vistazo la gente le hablaba, y se fijaba en si a ésa persona le daba igual el color o si lo había escogido expresamente (se notaba por cómo lo conjuntaba) o si eran de marca o posiblemente de un rastrillo. Era muy significativo que una persona se gaste dinero en un par de zapatos, y si se lo gastaba, deducir si era por aparentar o deseaba dejarse un poco más de dinero para llevar unas zapatillas realmente cómodas y que no machacaran los pies a lo largo del día. Si era un modelo reciente o por el contrario no tenía marca. Si los cordones iban fuertemente atados o a punto de desenlazarse.
Todo le hablaba. Todo le decía cosas. Y Alberto se imaginaba cosas. Y suponía, como todo el mundo. Porque él no era diferente…pero le encantaba. Se lo pasaba muy bien con ese juego. Y así, de paso, conseguía no pensar en Diana.

En Diana y sus ausencias.

Y en el terror que le recorría la espalda cuando pensaba en ello. Y lo hacía sin parar.

Ocurría algo. Eso lo sabía, porque Alberto no era tonto, y la actitud de Diana no era normal. Lo notaba en todo. En cómo se vestía desde hacía un tiempo, siempre arreglada, cuando Di no era así. Siempre iba bien vestida al estudio, pero bastante informal. Y ya no era así. Se maquillaba mucho, cuando ella era anti-maquillaje de toda la vida, y solía ir con la cara lavada.
Luego estaban las salidas con sus amigas, que de una vez a la semana esporádica había pasado a tres veces por semana y los fines de semana no paraba. Siempre tenía algo que hacer y era “para las chicas”, y Alberto se quedaba solo, en casa, y no contestaba al móvil las llamadas de sus amigos, para ir al baloncesto o tomar unas copas. No tenía ganas. Porque ella le faltaba.
Todo era diferente. Todo. Hasta cuando hacían el amor. Ahora lo hacían muy poco, y cuando Diana accedía a sus propuestas nocturnas, las noches que se quedaba, era extraño. Siempre le había fascinado un detalle de Diana mientras hacían el amor. Sus ojos. Diana siempre le miraba, con una fiereza animal, con una avidez infinita, deseándole más adentro, y Alberto se sentía fuerte, único por cómo le miraba, y sus noches agotadoras eran inolvidables, porque siempre habían tenido una química perfecta en la cama, desde el primer día.
Pero ahora eso también había cambiado. Porque Diana hacía el amor con él con los ojos cerrados. Se retorcía debajo de él de una forma en la que parecía querer escaparse, no le miraba fíjamente, animándole a dominarla, a intentarlo por lo menos, porque Diana era indomable…
Hasta eso había cambiado. Y Alberto lo notaba. Lo notaba constantemente en cada pequeño detalle…y estaba aterrado.
Porque se acercaba el momento de decírselo, de preguntarle qué ocurría…y no quería hacerlo, porque tenía miedo.
Miedo a perderla. Miedo a que todo cambiara. Todo lo que habían construído estos tres años. Todo lo que él amaba…

Pensaba en el frío que le recorría la espalda cuando su cabeza volvía a Diana, cuando reparó en algo.

Mientras pensaba en todo, iba mirando los zapatos de todos los pasajeros, y al fondo del vagón, reparó en un par que llamó su atención al instante. Como hipnotizado se separó de la puerta y cruzó hasta el otro lado del vagón, admirando lo que había encontrado.
De entre todos los pares de zapatos que había en el vagón, una chica llevaba un par diferente. Se acercó y se puso cerca de ella.
Eran unas manoletinas verdes. Mejor dicho, a rayas verdes y blancas. Eran unas bailarinas que se solían poner a las niñas pequeñas, que con sus falditas y vestiditos quedaban muy graciosas. De esos zapatitos cucos de domingo, que nunca ves en los parques, porque las madres los reservan para comuniones o cenas donde las niñas deben lucir perfectas.
Pero no las llevaba una niña pequeña. Las llevaba una chica, de unos 23-24 años, que estaba apoyada en el final del vagón, donde menos gente había.
La observó. De abajo a arriba. Las manoletinas eran de un verde muy vivo, y las llevaba sin calcetines, por lo que se le veía todo el empeine del pie, y apenas le tapaban los dedos. Llevaba un pantalón negro ancho, con una falda vaquera encima, y un jersey marrón oscuro, de cuello alto, que le quedaba grande, pero no le sentaba mal. Alberto notó que lo llevaba tan grande porque le gustaba llevar la ropa ancha, sin que la agobiara. Era bastante guapa, con una nariz griega picuda al final muy graciosa, y tenía el pelo castaño, largo y suelto.
Llevaba un bolso negro un poco raro, cuadrado, y tardó un par de segundos en darse cuenta que era la funda de una cámara de fotos, bastante grande, como las de los profesionales.
Llevaba la mirada perdida fuera del vagón, pensativa…

Así que volvió a recorrerla con la mirada.
Tenia una figura muy bonita, y era pequeñita, como 1,60 aproximadamente, pensó Alberto. Tenía un aire distraído, como reflexivo, pero como si estuviera reflexionando muy lejos, como si ése vagón y toda la gente que la rodeaba le resultara completamente ajena. Su aspecto era moderno y cómodo, con esos tonos oscuros y la falda vaquera azul sobre los pantalones, iba muy bien, pero las manoletinas verdes eran como un foco. Llamaban la atención a distancia, y le daban un toque muy particular. A Alberto le encantaban. Eran un detalle que no pegaba nada, pero a sus ojos le daban mucha personalidad. Era diferente.

“Oye, ¿qué miras?”- esa frase sacó a Alberto de sus cavilaciones. Alzó la mirada y vío que la chica le estaba mirando. Todo su aire distraído había desaparecido, y sus dos ojos oscuros le miraban fijamente, con firmeza y escrutándolo. Parecía otra persona.

- “Perdona, es que estaba mirando tus zapatillas…”
- “Se llaman manoletinas.”
- “Pues…estaba mirando tus manoletinas.”
- “¿A sí?”- esbozó media sonrisa, como si el comentario le hiciera gracia. Automáticamente la dureza desapareció de su rostro y fue sustituído por una pincelada muy suave de dulzura – “¿te gustan?”
- “La verdad ..es… que me encantan”- A Alberto le parecía un poco raro decir eso, aunque era la verdad – “Son muy particulares…”
- “¿Particulares?...¿Cómo qué particulares?”- pregunto con curiosidad.
- “Pues…”- Al se dio cuenta que se sentía un poco torpe hablando con ella –“…que no suelen verse muy a menudo.”
- “Ya…es verdad.”- y miró por la ventana del vagón, a la oscuridad del túnel, y se quedó mirando pensativa hacia afuera.

Alberto estaba petrificado. Era muy rara. Su mirada había sido dura al principio para luego ser dulce y un segundo después…simplemente “irse” por la ventana. Era muy particular. Tenía un aire de misterio muy sexy.
Quería saber más. Antes de que se bajara. Algo de ella. Algo, lo que fuera. Y no perdía nada por intentarlo.

- “Perdona…¿te puedo preguntar algo?”- dijo con precaución.

Ella le miró y dijo:

- “Depende de que “algo”…”- respondió.
- “Eeh…¿Dónde vas?- fue lo primero que se le ocurrió.
- “Pues la verdad es que no lo sé realmente…a un parque, supongo.”- La respuesta fue meditativa, como si lo estuviera decidiendo en el momento.
- “…¿No sabes a donde vas?”- pregunto Alberto asombrado.
- “Sé lo que quiero encontrar, pero estoy pensando dónde puedo hacerlo..¿entiendes?”- y enarcó las cejas en un gesto muy gracioso.
- “…No exactamente.”- Alberto se sentía un poco tonto, porque no entendía nada.
- “Soy fotógrafa,”- y señaló el bolso donde llevaba su cámara – “y estoy haciendo una serie sobre el juego. Como habilidad social ¿sabes?, y necesito encontrar gente que esté jugando, pasándoselo bien, disfrutando y compartiendo…eso es lo que estoy buscando, por eso probablemente vaya a un parque, porque a esta hora estarán llenos de niños aún por escolarizar, que sus madres aprovechan la mañana para que pasen un rato jugando y llenándose de arena…Si tengo suerte podría encontrarme hasta unos ancianos jugando una partida de petaca o algo por el estilo. Porque no sólo juegan los niños…”
- “No, claro, claro..”- dijo Alberto, que estaba con la boca abierta.
- “Tengo pensado ir también a bingos, casinos y canchas de fútbol, polideportivos, parques de atracciones …lugares donde la gente juegue…”
- “Bueno…es un buen plan para la mañana. Mientras los demás vamos a currar y seguir con nuestra monotonía y grises existencias…tu vas en busca de gente que está jugando…”

La chica sonrió, fue una sonrisa sincera, que demostraba que entendía perfectamente lo que Alberto quería expresarle. Ladeó la cabeza y se le quedó mirando.

- “¿Cómo te llamas?”- le preguntó con la mirada divertida
- “…Nacho…”- mintió Alberto
- “¿De verdad?…no tienes pinta de Nacho.”- dijo la chica – “Los Nachos no suelen ser tan tímidos.”
- “¿A si?¿Y cómo sabes eso?”- preguntó Alberto asombrado.
- “¿No te pasa que hay gente que te dice su nombre y no te pega con su cara, con su forma de ser?- le respondió la chica, abriendo los ojos, sin apartarlos de los de Alberto.
- “No, no se me había ocurrido nunca”- dijo Alberto divertido.
- “Pues a mi sí. Y tu no tienes pinta de Nacho.”
- “…Es cierto. Me llamo Alberto.”
- “Ves, eso ya me pega más. A ver, Alberto “El Desconfiado”, me caes bien. Me caes bien porque te gustan mis manoletinas. Así que te voy ha hacer una pregunta…Si tu existencia es tan gris como la de toda la gente de este vagón…¿porqué no haces nada para cambiarlo?”

Alberto se quedó de piedra. Había varias razones. La primera es que no se esperaba esa pregunta, y menos de una desconocida. La segunda porque esa desconocida le provocaba una sensación de inseguridad que no comprendía bien. Como que todo pudiera cambiar en un segundo si ella estaba cerca. La tercera era que esa sensación le gustaba. Y la cuarta es que le contrariaba un poco que esa chica tan segura de si misma a priori le diera consejos sin conocer su vida, aunque no fuese desencaminada.

- “No sé…para empezar, mi existencia no es gris, y no necesito cambiarla.”- dijo frunciendo el ceño.

El tren se paró.

- “Vaya, pues no lo parece…en fin. Me ha encantado conocerte, Alberto.”
- “…y a mi.”- Al se quedó petrificado, porque la conversación se cortaba en seco de una manera que le dejaba mal sabor de boca.

Las puertas se abrieron. La chica encaró la salida, se giró, le sonrió y le dijo:

- “Ciao.”

Y se bajó del vagón.
Alberto se quedó inmóvil. No entendía lo que estaba pasando. No quería dejar de hablar con ella. No quería que se bajara del vagón. No quería dejar de mirar su pelo. No quería perderla, aunque no supiera quién era. No quería perderla por esas dos puertas chirriantes que ahora se llenaban de gente entrando a trompicones. No. No quería nada de eso. Así que como accionado por un resorte, se lanzó hacia la puerta. Esquivó a los dos últimos pasajeros que entraban justo en el momento en el que el pitido característico del metro de Madrid avisaba a los despistados que el tren partía. Y Alberto se coló entre las dos puertas que se cerraban a la vez, y en un destello…estaba parado en el andén.

Se quedó de pié aturdido, porque había sido una acción instintiva, y no terminaba de creerse lo que acababa de hacer, entre otras cosas porque ya llegaba tarde a trabajar, porque no conocía a esa chica, y porque sencillamente…era una locura.
Estaba parado en medio del andén, rodeado de un mar de gente que se dirigía a la salida, y empezó a dar vueltas sobre sí mismo, buscando a la chica.
Había mucha gente, y empezó a pensar que no la vería, cuando de pronto, reconoció su pelo al fondo del andén, dirigiéndose a la salida. Corrió esquivando a la gente, sin importar que le tocaran o no, empujando un poco a los que le impedían avanzar más rápido, y unos diez segundos después, llegó hasta ella. Estaba esperando para subir a las escaleras mecánicas, de espaldas a él. Se quedó parado un segundo, con el corazón saliéndose de su pecho, mirando su pelo y su espalda. Respiró hondo y cayó en la cuenta que no tenía ni idea de qué le iba a decir, así que volvió a respirar hondo (más hondo aún) y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:

- “Esto…hola.”

La chica se dio la vuelta y se quedó parada. Abrió mucho los ojos y se quedó con la boca abierta. Estaba sorprendida, y ladeó la cabeza.

- “Pero tú…¿tú que haces aquí?”- dijo, y en su voz se mezclaba la sorpresa y una pizca de diversión.
- “Pues…que no me has dicho cómo te llamas…”- dijo Alberto. Y se prendó de sus ojos.

A su alrededor la gente seguía su curso.
Ellos se miraban.
Un segundo…
Dos segundos…
Tres segund…

- “Ana.”- dijo –“ me llamo Ana, Alberto.”- y sonrió.

A su alrededor la gente seguía su curso…




G.

miércoles, 18 de abril de 2007

107.6


Cuando escuchó el ruido de la puerta,
Se seco el dolor infestado de sus ojos para que ella no adivinase las dos horas de llanto que causaban su retraso.
Habían pasado ya un par de meses, desde que Diana comenzase con sus repentinas
escapadas en la noche madrileña,
antes solía salir una vez a la semana con todo el compendio de amigas marujonas de su adolescencia y del trabajo (Diana tenía un especial don en juntar a todas las amigas conocidas a lo largo de su vida, reunificándolas y haciéndolas amigas entre sí)

Pero esas salidas se habían convertido en mas que habituales.

Se habían arrutinado sobre sus cabezas, sobre sus silencios cada vez mayores y sobre el corazón de Alberto, cada vez mas lastimado y compungido.
Alberto averiguó la semana pasada al llamar a Luz su mejor amiga de la facultad que ese día quedaron todas para cenar en un restaurante cerca de la castellana,
Pero Di no había aparecido a la cita.
Alberto aguantó apretando su labios con fuerza el impulso casi irrefrenable de romper en llanto para no asustar a Luz por el auricular,
Tampoco dijo nada a Diana, mientras ella soltaba su retahíla de mentiras encima de la mesa de la sala de estar.

Ahora ya no se atrevía,
Tenía el miedo de la verdad, el miedo cobarde que uno siente cuando ama a alguien y no desea oír lo que ya conoce de labios de la causante de todo.
El lo sabía,
Poco a poco se hundía en un fango viscoso de mentiras y rencores,
Lloraba desesperadamente en el intermedio entre su vuelta a casa y la llegada de Diana.
Ella lo hacía en la ducha, mientras se quitaba el olor castigado del sudor de Javier,
El olor de la pasión amante y proscrita.

Diana empezó a notar el cambio de humor de su compañero, la sequedad de sus palabras y el tedio de sus besos.
Pero no daba justificación a su estado,
Siempre había intentado complacerle, mantener su sonrisa de satisfacción mientras estaba con el, no comprendía su desasosiego, y con avaricia empezó a achacarlo a causas ajenas.
Empezaron a alejarse mutuamente,
A sobrevivir en el yugo de la incomunicación y el pánico.
A sufrir por separado,
A morir por dentro lenta y silenciosamente.

El por la impotencia y el miedo de lo que se avecinaba, de su pérdida.
Ella por el temor de vivir una aventura, el engaño, el futuro.

Un miércoles Diana logró separarse con tristeza, media hora antes de los brazos fuertes y cálidos de Javier, para no levantar sospechas,

Cuando abrió la puerta de casa,
esa casa que tantas risas y palabras les había regalado en el pasado, descubrió que algo había cambiado,
No tuvo que esforzarse mucho en reconocerlo,
La luz del salón estaba apagada, subió hasta la habitación para confirmar lo que ya sospechaba,
Alberto tampoco había regresado a casa esa noche.
Pensó que el también había aprovechado para tomar unas cervezas con sus nuevos compañeros de trabajo y se acostó.
Por la mañana, cuando Di despertó, notó con sus piernas encogidas que el hueco de la cama correspondiente a su novio, seguía vacío,
no había pasado allí la noche,
no tenía ni la menor idea de donde se podía encontrar.
Un sentimiento ardoroso se precipitó desde su estómago hasta su garganta,
ardían a fuego rápido las sobras egoístas e injustificadas de sus celos,
pensó que probablemente se vengaba de ella, por todas las noches que
ella la había hecho esperar con la cena preparada y mas tarde tirada a la basura...
Tirada a la basura como tiraba su relación con aquel chico de ojos grises que conoció hace ya muchos años y que había amado con locura desde que le besó por primera vez.
Diana llamó al trabajo para justificar una enfermedad inexistente,
Y se quedó todo el día en casa esperando a que Alberto diese una señal a su
repentina desaparición.
Jl

martes, 10 de abril de 2007

107.5



Escuchó cómo la puerta del portal se cerraba a su espalda con estrépito. Enfiló la calle con decisión y avanzó rápido. Hacía bastante viento y se subió el cuello del abrigo. Iba a paso rápido, casi como lo que ocurría dentro de su cabeza. Todo el bullicio y descontrol que se había desencadenado en su cabeza. No podía dejar de recordar, mientras avanzaba hacia su coche, en todo lo que acababa de pasar durante las últimas cuatro horas en casa de Javier.

Desde el principio.
Su mente rememoraba el instante en el que ella había entrado en la casa de Javier. Quedó completamente fascinada a la primera mirada.

La casa era roja.
Completamente roja.

El techo y las paredes tenían diferentes tonalidades, que evitaban que el ambiente se cargara demasiado y cuando Javier encendió las luces, eran una combinación de ambientales bajas con un par de focales muy bien dirigidas. El ambiente era muy relajante y exótico a la vez, porque verse rodeada de un color tan intenso como ése y no verse abrumada provoca una sensación extraña pero agradable. Los muebles de diseño, y la presencia dominante del negro lo equilibraban todo. Esa casa le gustó desde la primera mirada.

Su cabeza pasó a la conversación con el vino.
A la continuación del descubrimiento que comenzó esa misma mañana en “El Refugio”, cuando decidió entrar dos horas más tarde a trabajar para descubrir quién era el hombre de las pelotitas. Ese hombre que la miraba atravesándola, pero con dulzura, sin conocerla de nada.
Decidió darle un par de cafés y muchas carcajadas, porque resulto que el hombre de las pelotitas se llamaba Javier, y era un tipo divertidísimo, que le encantó. Y no pudo resistirse a quedar con él cuando terminara de trabajar. “Una cena y desaparezco de tu vida” decía, “una cena y no me tienes que aguantar más”, y se reía. Y ella también se reía. Porque le gustaba.

Diana quería conocer. Quería conocer a Javier. Lo sintió desde el primer instante en el que se sentó delante de ella en “El Refugio” tras pedirle permiso y que ella se lo concediera. Lo primero que pensó fue en Alberto. Pensó en si estaba haciendo mal. En si estaba haciendo mal al querer conocer a un hombre estando enamorada de otro. Y automáticamente pensó en que sonaba estúpido preguntarse eso. Ella no estaba atada ni encadenada. Que una mujer ame a un hombre no corta su capacidad de relacionarse con el sexo opuesto. Ella era una mujer independiente que tomaba sus decisiones día a día, y ella quería a Alberto. Lo único que ocurría, era que deseaba conocer a Javier.

Así que una vez en su casa, bebieron y hablaron.
Y no paraban de quitarse la palabra de la boca el uno al otro. Y no podían dejar de mirarse. Ni durante lo que duraba un parpadeo. No podían.

Y pensó en su boca.
La boca de Javier.
Lo envolvía todo.
Su boca que la había recorrido entera hasta hacía sólo unos minutos una calle más abajo y cuatro pisos más arriba. La boca que la había arrancado la piel, que la había besado de la forma más dulce que había sentido nunca para luego morderla con fuerza, pero sin hacerla daño. La boca que le había susurrado al oído con todo su peso:”¿Lo sientes?...¿Lo sientes, Diana?”
Lo sentía. Como un martillo sobre ella. La sensación de que se mezclaban, y que no podía parar. No podía parar de arañarle la espalda, el pecho, la cabeza, la cara…para besar después todos sus arañazos, y besarle la cara entera…y besarle entero a él.
Pensaba en la boca de Javier. Que la había sometido. Que la había adorado.

Y pensaba en Alberto.
Ya conducía hacia casa.
Alberto.
En cómo le quería. Y en qué iba ha hacer ahora.
En cómo se lo iba a decir. Porque se lo iba a decir, eso seguro. Pero no ahora. No con el olor de Javier sobre ella. No con su boca en su oído…

…”¿Lo sientes, Diana?...¿Lo sientes?”

Eran las Tres y media de la noche. Ella tenía que haber llegado a las diez y media u once como muy tarde un día normal. Encendió el móvil. Seis llamadas perdidas. Todas de Alberto. Normal, ella no solía retrasarse sin avisar.
“Estará preocupado.- pensó- Siempre que me quedo a tomar algo con las chicas le llamo.”

La ansiedad se sentó justo encima de su estómago, porque no había otro lugar mejor en ese momento, parecía ser, y la acompañó todo el recorrido hasta la puerta de su casa.
Subió las escaleras, porque no quería meterse en un espacio cerrado como el ascensor. Subió los peldaños despacio, uno a uno, pensando a cada paso en Alberto. Su amor. Su compañero. Alberto. Estaría levantado porque estaría preocupado. Él era muy atento y enseguida se preocupaba por cualquier cosa, por mínima que sea. Como cuando Aries, el perro que tenían juntos, se empachó con una bolsa de albaricoques que encontró en el suelo y Al creía que el perro se estaba muriendo.
“A lo mejor se ha comido algún bicho que se ha encontrado por ahí – decía con cara de preocupación- ¿Sé abra envenenado con algo?”.Y Diana se reía mientras Aries se vaciaba en ventosidades tirado en el suelo de la cocina.
“Mañana estará bien, no te preocupes” decía Di. Y Al seguía en sus divagaciones : “Ahora que lo pienso, hace un par de días que no veo al gato de Mercedes, la vieja de al lado…” Y entonces los dos reían.

Diana sonrió.
Estaría despierto. Alberto.
Cuando llegó ante su puerta, tenía ganas de gritar. De abrir la puerta de una patada y gritar perdón. De abrazarse a Al y de decirle que le amaba. Que era el hombre de sus sueños y que se lo había dado todo. Que no sabía cómo no lo había podido parar todo antes y que no le merecía.
Quería gritar con todas sus fuerzas.
Con todas sus fuerzas y quedarse sin voz.
Sin voz y seguir gritando…

Respiró y metió la llave en la cerradura.
Giró la llave y un instante antes de abrir, pensó en la boca de Javier.

Avanzó por el pasillo y llegó al salón. Alberto estaba sentado de espaldas a ella viendo la tele. Se giró con sorpresa.

- “Di!, eres tu? Joder nena, te he estado llamando. Es muy tarde.”
- “Lo sé, feo, pero las chicas me han liado y no tenía batería. Les he dicho que una caña pero…”- se acercó rápido al sofá y le besó en los labios. Rápido también.
- “Joder, estaba un poco preocupado… en fin. Te has perdido “House” y la increíble cena que había preparado para los dos… ¿Qué tal ha ido? ¿Habéis vuelto ha vaciar las bodegas de Madrid?”- y sonrió.
- “No ha sido para tanto, pero Marisa a tenido que pedir un taxi.”
- “Es que Marisa tiene un problema con la bebida y no queréis admitirlo”- dijo con cara de pillo.
- “¡No digas eso!”- contestó Diana haciéndose la ofendida en defensa de su amiga. – Me voy a duchar y me acuesto.”
- “Ok.”

Se metió al baño tras quitarse el abrigo y dejar el bolso y las llaves en el dormitorio. Sentía como le temblaban las piernas y esa sensación de gritar se apoderaba de ella otra vez. Se desnudó rápido y abrió el agua caliente.

- “¿Te caliento la cena en un momento, pendón?” escuchó desde el salón a Alberto.
- “¡No tengo hambre, gracias feo!” – le contestó gritando desde la bañera.

El ruido de la ducha encendida chorreando agua hirviendo evitó que Alberto escuchara como Diana rompía a llorar.
G.

viernes, 9 de marzo de 2007

107.4



Hecho de menos viajar en metro, la melancolía, los excesos, sentirme ávido y despierto como lo era antes, la poesía cotidiana de cada mañana, las caras de los viajeros, transbordos, paradas y bocas…Sentir el roce de los transeúntes, el calor que desprenden las ejecutivas de la capital, las miradas furtivas de Gran Vía, donde todos desconocemos nuestra verdadera identidad…Ahora viajo en coche, este trabajo va a matarme, atascos, humo, contaminación, la muerte disfrazada de BMW, podrás esconderte y cambiar tu piel, pero se que eres tu… huelo la crueldad de tus malvados planes a kilómetros, tu nueva plaga profética son de tamaño familiar y en colores metalizados.Cuando estoy en las caravanas, pienso en Di, ¿como puede divertirse tanto en estas aglomeraciones de masas capitalistas? Y en sus palabras:- Ese trabajo nos hará holgarnos el cinturón… Podríamos comprarnos otro coche, es una buena oportunidad para tí…¿Para que queremos otro coche? Tiraría el que tengo ahora si no me hubiese costado un jodido ojo de la cara.No entiendo que ha pasado, antes era distinta, desinhibida y en un estado constante de abstracción, me gustaba su abstracción, era dulce e interesante. La forma en que se fumaba los porros mirando al techo y bocabajo. ¡Joder, estaba como una cabra!Ahora solo habla de futuro, de dinero, de familia, de trabajo, y todas las demás cosas de las que odiábamos hablar antes…¿Que ha pasado con la chica que conocí? Diana, reservada ante desconocidos, payasa entre amigos, delicada y terca, jamás en ¿cuanto? ¿Cinco años? Jamás en ese tiempo habíamos hablado de dinero como un problema o una preocupación, nuestra única tarea era amarnos, amarnos deliberada y salvajemente, como si viviésemos en una continua cuenta atrás, y el tiempo se nos agotara del reloj de arena, esa era la Diana que conocí. Pero debe ser que la arena del reloj se esfumo y se llevo consigo a “Diana Asensio, fumada y artista de profesión” y a nuestra pasión también… Se que aún mantiene su esencia, a veces revive momentos, y puedo ver esa luz en sus ojos, ese brillo me hizo sentir que querría amarla durante el resto de días de mi vida, siento la delicadeza extrema y pura de sus abrazos, cuando se funde en un mismo cuerpo conmigo, pero, después volvemos a la realidad presente y hallo el desasosiego de sus labios cuando los beso, el hastío de sus muslos entre mis caderas, el frío avaro de la soledad compartida. La quiero, se que la quiero y ella me quiere a mi, es solo que, a veces pienso en como era antes, en como el tiempo estropea los sentimientos hermosos como si de una piel arrugada se tratase, pienso incluso antes, mas atrás aún, antes de conocerla, cuando estaba solo y la vida era un regalo por desenvolver…


Jl.

107.3


Estaba hasta los cojones del metro. No entendía cómo a Alberto podía gustarle esa máquina de tortura en masa que era el metro a las 8 de la mañana. Masificación. Asfixia. Claustrofobia. Embotellamiento. Eran palabras que desfilaban por su cabeza según iba bajando las escaleras de la boca de metro todas las mañanas. Cuatro caminos. Su parada. El agujero por el que entraba todos los días al mundo. Salía de su piso, que era su santuario, su espacio, su montaña tibetana, y el mundo real, el sucio, el gris, el abarrotado, el cruel, empezaba al sumergirse en ése túnel infernal, donde todo el mundo corría, se empujaba, se esquivaba, se ignoraba y se pisaba. Lo detestaba. No podía soportarlo. Para ella, el metro era como un círculo del infierno de Dante. Pero muchísimo peor. Ella no era como Alberto. A Alberto le fascinaba el metro. Le encantaba ver las caras de circunstancia de la gente cuando iban sentados durante el viaje. Al siempre se fijaba en las caras. Y se reía muchísimo. “Mira ése, que careto…jeje” decía siempre. Le gustaba mirar a dónde miraba la gente. Si veía a alguien observando a una persona, él también la miraba, y observaba a la persona que estaba mirando. Miraba al observador. Estaba siempre a la caza de miradas furtivas, ésas que siempre hechas cuando entra alguien en el vagón vistiendo un pantalón con 15.000 colores y te haces como si no vieras nada, pero no puedes evitar mirar furtivamente 10 segundos después para verlo mejor….A Alberto le encantaban esas cosas, pero a ella no, ella no era como Alberto.

“Dante no tenía ni puta idea” pensó para sí misma, y sonrió. Pero el mundo real tenía un oasis. Y estaba frente a ella. “El Respiro”. Volvió a sonreír. Ése era su oasis. Le encantaba esa cafetería. A 70 metros de su trabajo, era la parada antes de entrar al estudio. La parada de los 20 minutos. En Madrid todo tarda en hacerse o está a una distancia de 20 minutos. Vayas donde vayas si preguntas a alguien, está “a 20 minutos de aquí”. El taxista siempre va a tardar “unos 20 minutos” en llevarte hasta tu destino. Si llamas a alguien a la oficina y se encuentra ausente, te piden que llames otra vez en “20 minutos, por favor”. Madrid es la ciudad de los 20 minutos.Y, cómo no, ella también tiene sus20 minutos. De las nueve menos veinte hasta las nueve en punto. Sus 20 minutos de respiro. Su parada en “El Respiro”.

Era una cafetería de vocación claramente de diseño, con unas mesitas rojas de forma irregular, bajas, y no había sillas, sino unos silloncitos muy cómodos que te obligaban a recostarte en ellos aunque no quisieras. El café era bastante bueno, y como cafetera irredenta, ése era un factor importante a la hora de elegir el lugar donde pasar sus 20 minutos. Lo que ocurre es que la cafetería era antigua, antaño una sidrería, había sido reformada y no habían quitado el revestimiento de madera de las paredes y del techo, lo cual le daba un aire antiguo muy especial, que contrastaba de maravilla con el mobiliario y la barra de diseño, y la hacía muy acogedora. Y luego estaba el ventanal. Un ventanal de arriba abajo a lo largo de toda la cafetería por el que entraba una cascada de luz impresionante, que era su perdición. Por él se veía a la gente correr, pasear, huír del frío, pasar el otoño, y desesperarse a los conductores.Y justo ahí, bajo ése ventanal, ella disfrutaba de sus 20 minutos todos los días.
Entró y se sentó en su silloncito como siempre, bajo el sol, dejó un libro sobre la mesita y miró a la barra. La camarera rubia con rastas de la barra se lo estaba preparando sin necesidad de que lo pidiera, puesto que era una clienta diaria. Se lo acercó a la mesa. Con leche en vaso, dos azucarillos. La leche ardiendo.
“Gracias, Pé”- le dijo.“De nada, Diana”, y sonrió.Penélope. Era un nombre que le gustaba. Y sus rastas.Se concentró en el libro. Sylvia Platt. Poetisa suicida contemporánea. Describía la vida en ocasiones suave como el terciopelo y otras descarnada como un hueso. Pero siempre apasionada. Ella lo veía igual. Le encantaba.
Apenas había abierto el libro, una pelotita de papel la golpeó suavemente en la cabeza y cayó sobre su mesa. La cogió y miró a su izquierda, que era de donde provenía. A dos mesas de distancia había un chico sentado solo que la miraba. Era moreno, cerca de los 30, con el pelo corto. Llevaba unos vaqueros negros y un jersey gris de cuello alto. La estaba mirando y se tapaba la boca con un gesto entre avergonzado y divertido. Era muy atractivo.Diana se quedó perpleja. Le miró, y acto seguido miró la pelotita de papel que tenía en la mano. Se le escapó una sonrisa de incredulidad y la abrió. En ella había escrita una frase:

“No te imaginas lo sexy que estás ahí sola leyendo tu libro bajo el sol…”

Se quedó de piedra. Y una sonrisa le innundó la cara. Volvió a mirar al chico, que se estaba riendo. Le sonrió y dibujo una palabra muda al aire.”Gracias”.El chico no paraba de mirarla y sonreír y, bajo la atenta mirada de Diana, cogió otra servilleta y con un bolígrafo que tenía en la mano, empezó a escribir algo. Cuando terminó, hizo una pelotita y se la lanzó suavemente a las manos.Diana la recogió y le miró. Él también la miraba.
Los dos sonreían.
1 segundo.
2 segundos.
3 segund…
Ella apartó la mirada. Desenvolvió la pelotita y leyó lo escrito:“¿No te habré hecho daño en la cabeza, no?”A Diana se le escapó la risa. No pudo evitarlo. Le miró y le dijo que no con la cabeza. Él hizo un gesto teatral de alivio como si hubiera salvado la vida de una colisión múltiple de coches. Y Diana rió. En alto. Una carcajada. Estaba graciosísimo.
Fue entonces cuando Él se levanto y se acercó a su mesa. Se quedó parado de pie mirándola y le dijo:
“Menos mal, creía que podía haberte hecho una brecha o algo así”Diana rió otra vez. De cerca era muy atractivo. Tenía los ojos oscuros y llevaba una barba de tres días que le quedaba muy bien. Una mandíbula recta y unos labios muy bonitos.
“Sobre todo por que viniera el SAMUR y todo el follón que montarían aquí, ¿sabes?”. Él sonreía con expresión de pícaro mientras la miraba.Diana volvió a reír. Era alto, con buen porte. De complexión delgada, pero no enclenque.
“Tranquilo, no te habría denunciado” dijo ella sonriendo.Él se quedó callado mirándola.
“Me daba un poco de vergüenza levantarme y decírtelo directamente.”
“No importa, ha sido bonito.” Le contestó.

Se miraron. Ninguno de los dos sonreía ahora.

“¿Cómo te llamas?” le preguntó Él.

Siguieron mirándose.
1 segundo.
2 segundos.
3 segund…

“Diana. ¿Y tu?...”

“¿Yo?...yo, Javier…”

G.

107.2


Y cuando todo ha acabado, después de tanto tiempo y rodeado de la infructuosa soledad de la casa vacía, rodeado de cajas que ponen “frágil”. Frágil como ahora lo soy yo.Te sigo teniendo en mí, en mis labios aún te se, y estas cajas llevan tu esencia, y la música -que emana de la pequeña mini cadena que compramos para pintar las habitaciones- suena en sus notas a tu piel.Todos los adornos africanos que compraste en tus excursiones a Kenya, las fundas de los cojines, el incienso de cada país que querías visitar y que ya nunca lo harás conmigo...Absolutamente todo lleva tu nombre y tu fragancia, ese olor que desprendías cuando salías de la ducha, era un olor fresco, tu cuerpo me sabía a vida, a amor.Cuando llegabas a casa me abrazabas como si el mundo se fuera a destrozar tras tus pisadas hasta mí, el olor de tus enfados y tus carantoñas está también guardado con esmero en mi memoria y ahora, en frente de la calle, donde se encuentra el camión de la mudanza con tus recuerdos dentro.Oigo tus pasos ascender por las escaleras hasta el rellano,los siento fuerte, laten dentro de mi ser, al ritmo de mis latidos...Hace mucho tiempo que no se de ti, la última vez fue aquí también, cuando me dijiste que te marchabas, que mandarías tus cosas a recoger, estabas tan enfadada y yo solo pude decir lo que mas recordaba, “como bailaba tu pelo en aquella playa” Todo pareció desmoronarse bajo mis pies, la casa vieja y agrietada moría a cada pensamiento, y yacería eternamente cuando cruzases el umbral de la puerta, pero entonces me abrazaste, y tus manos se fundieron en mi cuello, sentí tu cuerpo pegándose al mío y haciéndose uno, como cuando me abrazabas de verdad...Esa tarde antes de marcharte me quitaste la ropa lentamente, sabiendo que lo harías por última vez, no existió Javier, ni los reproches, solo tu... y yo...Lo hiciste mirándome a los ojos y sacudiendo tus deseos insaciables en mis labios... todo se acababa, creí oírte llorar entre gemidos y besos, no pudiste evitar un te quiero, yo no pude evitar varios...De madrugada te marchaste cuando ya dormía, cuando ya te había dicho que te quedaras conmigo, aunque supiera que no lo harías.
Me dejaste una nota como excusa a tu cobardía:
“tengo que marcharme o esto nunca acabará, siento que todo haya acabado mal, siento no haberte creído...Siempre recordaré la fuerza en tu mirada cuando yo lloraba y tus besos de bienvenida a casa,
te echaré de menos, mi pequeño Al.Adiós.
Di.”
Ahora entrarías por esa puerta de desdichas y temores, el miedo corroe mis entrañas, tartamudean mis manos en sus acciones,cuando el timbre sonó recordé que habías tirado tus llaves en una de nuestras discusiones y yo ya apenas podía respirar...


Jl.

107.1




“Me voy, ya mandaré a alguien a por el resto de las cosas.”
Dijo esto mientras cruzaba el salón sin mirarle, a Él, que estaba parado en medio de la habitación como petrificado, con los brazos a los lados de su cuerpo, que parecía sin fuerza, a punto de derrumbarse. Ella avanzó con paso decidido hacia la puerta, no miraba a su alrededor, no quería ver nada, ningún objeto, ningún mueble, ningún recuerdo, sólo salir de allí. Y cuanto más rápido, mejor. Él la seguía con la mirada, como si viera algo que no pudiera estar pasando o el fantasma de alguien que ya no estuviera ahí. Cuando ella cogió el picaporte de la puerta para salir, agachó la cabeza, y cerró los ojos. Sentía que todo terminaba en ese instante. Con ése picaporte. La vida que conocía nunca volvería a ser igual. Nunca más. Diana, se iba. Así que cerró los ojos y espero el portazo. El último que ella daría, como la última campanada de una vieja iglesia, dejando todo
vibrando y como envasado al vacío. Esperó el fin de todo y cerró los ojos…y entonces, lo vió. -
“¿Sabes lo que recuerdo?- dijo muy bajito – Recuerdo cómo bailaba tu pelo.”
Ella se detuvo en seco. La mano en el picaporte.
Él habló despacio, muy bajito, como si Ella ya no estuviese ahí. Hablaba para sí mismo…
“Recuerdo cómo bailaba tu pelo en aquella playa. En Barcelona. Hace cuánto, ¿3 años?. Lo recuerdo perfectamente. Fue en la escapada que hicimos después de lo de tu padre, para huír del dolor, como para comprobar si podría seguirnos, si podría encontrarnos en la cala más remota que conocíamos. Fué cuando bajamos al acantilado que escondía nuestra cala, y yo dejaba nuestras cuatro cosas en la arena y extendía la toalla. Estábamos solos porque la tarde se acababa y había poca luz y un poco de viento. Si lo pienso bien, puedo sentirlo como si estuviera allí. Tú te dirigiste directa al mar sin decir nada, andando despacio, y te quedaste parada en la orilla, justo donde el mar terminaba de estirar las olas hasta la punta de tus pies descalzos. Te quedaste parada mirando al mar sin decir una sola palabra, y yo te veía desde atrás. Entonces el viento sopló y tu pelo comenzó a bailar… Era la época que lo llevabas más largo que nunca, y no era ni rojo ni naranja, era una mezcla perfecta que parecía diferente cada vez. Era como si llevases un atardecer sobre tu cabeza y que envolvía tu cuello. Empezó a bailar despacio, y cogió fuerza después. Saltaba y se estiraba, daba vueltas y parecía querer soltarse de tu cabellera. Los últimos rayos de luz le arrancaban brillos, cambiaba de color a ráfagas, y parecía que tenía vida. Parecía por momentos que era como agua, y parecía después que era una llama que no podía extinguirse. Bailaba sobre tus hombros mientras tu llorabas por la muerte de tu padre, parada, en la playa, y parecía que tu pelo demostraba al mar que tu no te apagarías nunca, por mucho dolor que sintieras, porque tu amas la vida sobre todas las cosas. Nunca te engañas. La aceptas con su dolor y su felicidad… Era increíble, y yo no podía dejar de mirarte. Recuerdo cómo bailaba tu pelo en aquella playa porque pensé en ese instante que eras la mujer de mi vida. Pensé que no existía una persona en todo el mundo que me hiciese sentir como lo haces tu, ni nadie que me comprenda de un forma tan completa. Pensé que quería ver tu pelo todos los días que me restaban de vida. Pensé en nuestros desayunos, en tus abrazos, en nuestros cursillos acelerados de italiano, en tu cara cuando duermes, en tus stripties con Bob Marley, en nuestras siestas, nuestras borracheras, los domingos eternos solos, tu numero del “equilibrista cojo” que tanto me hacía reir, en tu forma de llorar cuando ves una película pastelona, en tu cuerpo desnudo, en tus gritos en los atascos, tus mil y un sombreros, en los libros tan raros que lees, en la nota que me escribiste en aquella servilleta y en tu bufanda roja. Pensé en todo eso mientras te veía allí, parada mirando el mar con lágrimas en los ojos. Pensé que no podía tener más suerte, porque no existe nadie perfecto, pero tu eras perfecta para mi…Pensé que no podía quererte más que en ése instante… Pero todo eso fue antes. Antes de todo lo que vino después. De las discusiones, de mi nuevo trabajo, de que todo cambiara, de tus ganas de huír, de que perdieras las ganas, la fuerza, de que yo no comprendiera nada, de empezar a no pasar tiempo juntos. Antes de olvidarnos el uno al otro, de los gritos, las culpas, las peleas, las noches en las que no volvías, antes de mi hastío, tu rabia, mi inmovilidad, de que huyeras de nuestra cama … Antes de tu y Javier…antes de destruirnos. …y ahora estás aquí, a punto de irte para siempre…y lo único que recuerdo…es cómo bailaba tu pelo en aquella playa…”
Sus ojos eran un reguero de lágrimas, quizá las últimas que podrían brotar de sus recuerdos, de su alma. Él levantó la cabeza y la miró. Ella seguía ahí parada, dándole la espalda, con la cabeza apoyada en la puerta. Si el picaporte pudiese sentir, estaría estremecido por el temblor de la mano que lo amarraba, sin poderse controlar…
Sólo había silencio, roto de repente por unos pasos…
y por el atronador estallido….
…de un abrazo.
G.