Distinto Di-Al

Distinto Di-Al

viernes, 8 de junio de 2007

107.7




Avanzó. Izquierda. Izquierda. Derecha. Otra vez izquierda. Terminó de rodear un señor muy corpulento y dio tres pasos largos, porque tenía espacio por delante.
Era su juego. Su juego personal que nadie más sabía. Lo comenzaba al llegar a la boca de metro todas las mañanas. Consistía en intentar llegar al vagón que le llevaría hasta su trabajo, sin tocar a nadie. Así de simple. Y así de complicado. Le encantaba. Tenía una tensión extraña que le activaba todas las mañanas. Simplemente era eso: no tocar a nadie. El juego empezaba nada más entrar, y acababa en el vagón del metro. No podía tocar a nadie bajo ninguna circunstancia. Si le tocaban por casualidad, cualquier caminante…el juego acababa y seguía con normalidad. Ahí estaba la tensión en sí. Que no se daba una segunda oportunidad, si le tocaban, se acababa en juego. Por eso le gustaba. Una sola oportunidad.

No era fácil. La gente tiende instintivamente a salvaguardar su espacio vital, aunque vayan medio dormidos, y siempre tienes un pequeño espacio para maniobrar. Alberto lo hacía sin que se notase, moviéndose con agilidad pero de una manera grácil, sin que pareciera que estába loco. Se movía un poco más rápido que los demás en los momentos precisos para sortear a la gente o pasar a un espacio un poco más despejado.
Lo que ocurre es que el metro era otra historia. La gente se apelotonaba constantemente en todas partes: frente a las escaleras mecánicas, al abrirse la puertas (“dejen salir, para poder entrar…”), al querer sacar el billete, al llegar a una esquina, al darse cuenta que van en dirección contraria a su trasbordo…

Y el juego era todo un reto, que le despertaba y ponía sus sentidos alerta…como ahora mismo, que se deslizaba escaleras abajo esquivando a una chica con una bolsa de Zara en el brazo, y se apartaba del paso de un tipo con una maleta verde enorme que casi le da en la rodilla y se colocaba detrás de una anciana.
No le gustaban las ancianas. Lo bueno era que iban bastante despacio, pero se paraban de repente sin ninguna razón, y podían dar al traste con todo el trabajo de la entrada y las escaleras.
Rodeó a la anciana con un grácil movimiento digno, por lo menos, de un diploma olímpico, y llegó al andén, que no estaba muy poblado, cosa extraña en Nuevos Ministerios a una hora tan temprana. Se dirigía al final del andén cuando el tren le adelantó y se paró en la vía. Alberto dejó salir a los que querían bajarse, que lo hicieron atropelladamente y rápido, y de un salto entró por la puerta del final del vagón.

Lo había conseguido
Una media sonrisa se dibujó en su rostro. Le encantaba que le saliera bien. Pensó que no se había cruzado con mucha gente, pero aún así, para él, tenía bastante mérito…no era una tarea sencilla. Además, el hombre de la maleta verde había estado a punto de darle en la rodilla y había tenido que hacer un movimiento bastante rápido para conseguir evitar el contacto.
Así que se apoyó en la pared del vagón y disfrutó unos segundos del dulce sabor de la victoria…y observó a su alrededor.

Era su perdición: observar a la gente que viajaba con él en el metro.

Primero se fijaba en las caras. En si iban muy dormidos, si se habían afeitado, o si las mujeres iban muy maquilladas o no, y le gustaba calcular cuánto tiempo habían estado delante del espejo a las siete y media de la mañana para llegar pintadas como una puerta a su trabajo a las nueve en punto de la mañana, muy divinas ellas.
Observaba las miradas perdidas, las de la gente que parecía aburrida o tremendamente triste, y seguía su recorrido para ver donde se perdían. También le encantaba mirar como la gente se mira entre si, justo en el momento en el que la otra persona aparta la mirada un segundo o busca algo en el bolso. Son miradas de curiosidad, de anhelo, rápidas y escrutadoras, con las que nos hacemos la idea aproximada de quién es la persona que va sentada delante de nosotros. La gente se basa en la ropa, el corte de pelo, los colgantes o el libro que su observado lee. Supone y juzga, inventa e imagina…y todo ello sin fundamento. Basándose en lo más falso que existe: las apariencias.
Y a Alberto le encantaba eso. Cazar esas miradas escrutadoras y ver a la gente observar. E inventarse y suponer…
Le encantaba. Y durante el análisis de su alrededor, siempre acababa en la parte que más le parecía que describía a una persona…los zapatos que llevaba.
Alberto, que era un gran observador, pensaba que se podía saber mucho sobre las personas observando cómo se mueven, cómo te miran y cómo se expresan a través de los gestos y los ticks, pero si algo hablaba de una persona….eran los zapatos.
Para Alberto, el tipo de calzado que llevaba una persona la definía muchísimo.
Los pies son una zona donde están todas las terminaciones nerviosas del cuerpo, osea, que es un resumen de nuestro interior. Y son la zona del cuerpo desde la que nos erguimos de pie ante el mundo. Nos permiten andar despacio o con decisión. Y son una zona sexy y sensible. Estéticamente, si no se viste los pies de una forma adecuada, tu look puede ser un desastre, llevando unas zapatillas de un color que no combine con ninguno de los que llevas en el resto de la ropa, o te permite darle un toque de gracia a lo que llevas puesto, y utilizar los pies para eso…es algo significativo.
Se fijaba en el color, en si iba acorde con el resto de la ropa, en si parecían cómodos o en si podían haberle costado bastante dinero a su portador. De un vistazo la gente le hablaba, y se fijaba en si a ésa persona le daba igual el color o si lo había escogido expresamente (se notaba por cómo lo conjuntaba) o si eran de marca o posiblemente de un rastrillo. Era muy significativo que una persona se gaste dinero en un par de zapatos, y si se lo gastaba, deducir si era por aparentar o deseaba dejarse un poco más de dinero para llevar unas zapatillas realmente cómodas y que no machacaran los pies a lo largo del día. Si era un modelo reciente o por el contrario no tenía marca. Si los cordones iban fuertemente atados o a punto de desenlazarse.
Todo le hablaba. Todo le decía cosas. Y Alberto se imaginaba cosas. Y suponía, como todo el mundo. Porque él no era diferente…pero le encantaba. Se lo pasaba muy bien con ese juego. Y así, de paso, conseguía no pensar en Diana.

En Diana y sus ausencias.

Y en el terror que le recorría la espalda cuando pensaba en ello. Y lo hacía sin parar.

Ocurría algo. Eso lo sabía, porque Alberto no era tonto, y la actitud de Diana no era normal. Lo notaba en todo. En cómo se vestía desde hacía un tiempo, siempre arreglada, cuando Di no era así. Siempre iba bien vestida al estudio, pero bastante informal. Y ya no era así. Se maquillaba mucho, cuando ella era anti-maquillaje de toda la vida, y solía ir con la cara lavada.
Luego estaban las salidas con sus amigas, que de una vez a la semana esporádica había pasado a tres veces por semana y los fines de semana no paraba. Siempre tenía algo que hacer y era “para las chicas”, y Alberto se quedaba solo, en casa, y no contestaba al móvil las llamadas de sus amigos, para ir al baloncesto o tomar unas copas. No tenía ganas. Porque ella le faltaba.
Todo era diferente. Todo. Hasta cuando hacían el amor. Ahora lo hacían muy poco, y cuando Diana accedía a sus propuestas nocturnas, las noches que se quedaba, era extraño. Siempre le había fascinado un detalle de Diana mientras hacían el amor. Sus ojos. Diana siempre le miraba, con una fiereza animal, con una avidez infinita, deseándole más adentro, y Alberto se sentía fuerte, único por cómo le miraba, y sus noches agotadoras eran inolvidables, porque siempre habían tenido una química perfecta en la cama, desde el primer día.
Pero ahora eso también había cambiado. Porque Diana hacía el amor con él con los ojos cerrados. Se retorcía debajo de él de una forma en la que parecía querer escaparse, no le miraba fíjamente, animándole a dominarla, a intentarlo por lo menos, porque Diana era indomable…
Hasta eso había cambiado. Y Alberto lo notaba. Lo notaba constantemente en cada pequeño detalle…y estaba aterrado.
Porque se acercaba el momento de decírselo, de preguntarle qué ocurría…y no quería hacerlo, porque tenía miedo.
Miedo a perderla. Miedo a que todo cambiara. Todo lo que habían construído estos tres años. Todo lo que él amaba…

Pensaba en el frío que le recorría la espalda cuando su cabeza volvía a Diana, cuando reparó en algo.

Mientras pensaba en todo, iba mirando los zapatos de todos los pasajeros, y al fondo del vagón, reparó en un par que llamó su atención al instante. Como hipnotizado se separó de la puerta y cruzó hasta el otro lado del vagón, admirando lo que había encontrado.
De entre todos los pares de zapatos que había en el vagón, una chica llevaba un par diferente. Se acercó y se puso cerca de ella.
Eran unas manoletinas verdes. Mejor dicho, a rayas verdes y blancas. Eran unas bailarinas que se solían poner a las niñas pequeñas, que con sus falditas y vestiditos quedaban muy graciosas. De esos zapatitos cucos de domingo, que nunca ves en los parques, porque las madres los reservan para comuniones o cenas donde las niñas deben lucir perfectas.
Pero no las llevaba una niña pequeña. Las llevaba una chica, de unos 23-24 años, que estaba apoyada en el final del vagón, donde menos gente había.
La observó. De abajo a arriba. Las manoletinas eran de un verde muy vivo, y las llevaba sin calcetines, por lo que se le veía todo el empeine del pie, y apenas le tapaban los dedos. Llevaba un pantalón negro ancho, con una falda vaquera encima, y un jersey marrón oscuro, de cuello alto, que le quedaba grande, pero no le sentaba mal. Alberto notó que lo llevaba tan grande porque le gustaba llevar la ropa ancha, sin que la agobiara. Era bastante guapa, con una nariz griega picuda al final muy graciosa, y tenía el pelo castaño, largo y suelto.
Llevaba un bolso negro un poco raro, cuadrado, y tardó un par de segundos en darse cuenta que era la funda de una cámara de fotos, bastante grande, como las de los profesionales.
Llevaba la mirada perdida fuera del vagón, pensativa…

Así que volvió a recorrerla con la mirada.
Tenia una figura muy bonita, y era pequeñita, como 1,60 aproximadamente, pensó Alberto. Tenía un aire distraído, como reflexivo, pero como si estuviera reflexionando muy lejos, como si ése vagón y toda la gente que la rodeaba le resultara completamente ajena. Su aspecto era moderno y cómodo, con esos tonos oscuros y la falda vaquera azul sobre los pantalones, iba muy bien, pero las manoletinas verdes eran como un foco. Llamaban la atención a distancia, y le daban un toque muy particular. A Alberto le encantaban. Eran un detalle que no pegaba nada, pero a sus ojos le daban mucha personalidad. Era diferente.

“Oye, ¿qué miras?”- esa frase sacó a Alberto de sus cavilaciones. Alzó la mirada y vío que la chica le estaba mirando. Todo su aire distraído había desaparecido, y sus dos ojos oscuros le miraban fijamente, con firmeza y escrutándolo. Parecía otra persona.

- “Perdona, es que estaba mirando tus zapatillas…”
- “Se llaman manoletinas.”
- “Pues…estaba mirando tus manoletinas.”
- “¿A sí?”- esbozó media sonrisa, como si el comentario le hiciera gracia. Automáticamente la dureza desapareció de su rostro y fue sustituído por una pincelada muy suave de dulzura – “¿te gustan?”
- “La verdad ..es… que me encantan”- A Alberto le parecía un poco raro decir eso, aunque era la verdad – “Son muy particulares…”
- “¿Particulares?...¿Cómo qué particulares?”- pregunto con curiosidad.
- “Pues…”- Al se dio cuenta que se sentía un poco torpe hablando con ella –“…que no suelen verse muy a menudo.”
- “Ya…es verdad.”- y miró por la ventana del vagón, a la oscuridad del túnel, y se quedó mirando pensativa hacia afuera.

Alberto estaba petrificado. Era muy rara. Su mirada había sido dura al principio para luego ser dulce y un segundo después…simplemente “irse” por la ventana. Era muy particular. Tenía un aire de misterio muy sexy.
Quería saber más. Antes de que se bajara. Algo de ella. Algo, lo que fuera. Y no perdía nada por intentarlo.

- “Perdona…¿te puedo preguntar algo?”- dijo con precaución.

Ella le miró y dijo:

- “Depende de que “algo”…”- respondió.
- “Eeh…¿Dónde vas?- fue lo primero que se le ocurrió.
- “Pues la verdad es que no lo sé realmente…a un parque, supongo.”- La respuesta fue meditativa, como si lo estuviera decidiendo en el momento.
- “…¿No sabes a donde vas?”- pregunto Alberto asombrado.
- “Sé lo que quiero encontrar, pero estoy pensando dónde puedo hacerlo..¿entiendes?”- y enarcó las cejas en un gesto muy gracioso.
- “…No exactamente.”- Alberto se sentía un poco tonto, porque no entendía nada.
- “Soy fotógrafa,”- y señaló el bolso donde llevaba su cámara – “y estoy haciendo una serie sobre el juego. Como habilidad social ¿sabes?, y necesito encontrar gente que esté jugando, pasándoselo bien, disfrutando y compartiendo…eso es lo que estoy buscando, por eso probablemente vaya a un parque, porque a esta hora estarán llenos de niños aún por escolarizar, que sus madres aprovechan la mañana para que pasen un rato jugando y llenándose de arena…Si tengo suerte podría encontrarme hasta unos ancianos jugando una partida de petaca o algo por el estilo. Porque no sólo juegan los niños…”
- “No, claro, claro..”- dijo Alberto, que estaba con la boca abierta.
- “Tengo pensado ir también a bingos, casinos y canchas de fútbol, polideportivos, parques de atracciones …lugares donde la gente juegue…”
- “Bueno…es un buen plan para la mañana. Mientras los demás vamos a currar y seguir con nuestra monotonía y grises existencias…tu vas en busca de gente que está jugando…”

La chica sonrió, fue una sonrisa sincera, que demostraba que entendía perfectamente lo que Alberto quería expresarle. Ladeó la cabeza y se le quedó mirando.

- “¿Cómo te llamas?”- le preguntó con la mirada divertida
- “…Nacho…”- mintió Alberto
- “¿De verdad?…no tienes pinta de Nacho.”- dijo la chica – “Los Nachos no suelen ser tan tímidos.”
- “¿A si?¿Y cómo sabes eso?”- preguntó Alberto asombrado.
- “¿No te pasa que hay gente que te dice su nombre y no te pega con su cara, con su forma de ser?- le respondió la chica, abriendo los ojos, sin apartarlos de los de Alberto.
- “No, no se me había ocurrido nunca”- dijo Alberto divertido.
- “Pues a mi sí. Y tu no tienes pinta de Nacho.”
- “…Es cierto. Me llamo Alberto.”
- “Ves, eso ya me pega más. A ver, Alberto “El Desconfiado”, me caes bien. Me caes bien porque te gustan mis manoletinas. Así que te voy ha hacer una pregunta…Si tu existencia es tan gris como la de toda la gente de este vagón…¿porqué no haces nada para cambiarlo?”

Alberto se quedó de piedra. Había varias razones. La primera es que no se esperaba esa pregunta, y menos de una desconocida. La segunda porque esa desconocida le provocaba una sensación de inseguridad que no comprendía bien. Como que todo pudiera cambiar en un segundo si ella estaba cerca. La tercera era que esa sensación le gustaba. Y la cuarta es que le contrariaba un poco que esa chica tan segura de si misma a priori le diera consejos sin conocer su vida, aunque no fuese desencaminada.

- “No sé…para empezar, mi existencia no es gris, y no necesito cambiarla.”- dijo frunciendo el ceño.

El tren se paró.

- “Vaya, pues no lo parece…en fin. Me ha encantado conocerte, Alberto.”
- “…y a mi.”- Al se quedó petrificado, porque la conversación se cortaba en seco de una manera que le dejaba mal sabor de boca.

Las puertas se abrieron. La chica encaró la salida, se giró, le sonrió y le dijo:

- “Ciao.”

Y se bajó del vagón.
Alberto se quedó inmóvil. No entendía lo que estaba pasando. No quería dejar de hablar con ella. No quería que se bajara del vagón. No quería dejar de mirar su pelo. No quería perderla, aunque no supiera quién era. No quería perderla por esas dos puertas chirriantes que ahora se llenaban de gente entrando a trompicones. No. No quería nada de eso. Así que como accionado por un resorte, se lanzó hacia la puerta. Esquivó a los dos últimos pasajeros que entraban justo en el momento en el que el pitido característico del metro de Madrid avisaba a los despistados que el tren partía. Y Alberto se coló entre las dos puertas que se cerraban a la vez, y en un destello…estaba parado en el andén.

Se quedó de pié aturdido, porque había sido una acción instintiva, y no terminaba de creerse lo que acababa de hacer, entre otras cosas porque ya llegaba tarde a trabajar, porque no conocía a esa chica, y porque sencillamente…era una locura.
Estaba parado en medio del andén, rodeado de un mar de gente que se dirigía a la salida, y empezó a dar vueltas sobre sí mismo, buscando a la chica.
Había mucha gente, y empezó a pensar que no la vería, cuando de pronto, reconoció su pelo al fondo del andén, dirigiéndose a la salida. Corrió esquivando a la gente, sin importar que le tocaran o no, empujando un poco a los que le impedían avanzar más rápido, y unos diez segundos después, llegó hasta ella. Estaba esperando para subir a las escaleras mecánicas, de espaldas a él. Se quedó parado un segundo, con el corazón saliéndose de su pecho, mirando su pelo y su espalda. Respiró hondo y cayó en la cuenta que no tenía ni idea de qué le iba a decir, así que volvió a respirar hondo (más hondo aún) y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:

- “Esto…hola.”

La chica se dio la vuelta y se quedó parada. Abrió mucho los ojos y se quedó con la boca abierta. Estaba sorprendida, y ladeó la cabeza.

- “Pero tú…¿tú que haces aquí?”- dijo, y en su voz se mezclaba la sorpresa y una pizca de diversión.
- “Pues…que no me has dicho cómo te llamas…”- dijo Alberto. Y se prendó de sus ojos.

A su alrededor la gente seguía su curso.
Ellos se miraban.
Un segundo…
Dos segundos…
Tres segund…

- “Ana.”- dijo –“ me llamo Ana, Alberto.”- y sonrió.

A su alrededor la gente seguía su curso…




G.